Una puntada a tiempo
Leticia Damm de Gorostieta

Si alguien me pidiera describir los cuarentas en una frase, diría que fueron tiempos austeros; no sólo por la carestía y el racionamiento que imponía la guerra, sino porque privaba la cultura de reparar, renovar y reciclar. Era como si tuviéramos un chip del ahorro. El mío sobrevive y a veces me da toques con la cultura actual de lo desechable.
Cuando se descomponía un electrodoméstico, papá compraba el repuesto y lo componía; si al final del año escolar un par de zapatos quedaba presentable, se llevaba a un remendón para que les pusiera medias suelas y tacones nuevos. A mí me encantaba ir a esos mandados para ver la polvorienta colección de tachuelas, hormas, cuchillas y trozos de vaqueta bajo los estantes llenos de zapatos que pacientes esperaban a sus dueños. Ya renovados, heredaba los “choclitos” el hermano o la hermana siguiente. Nadie se atufaba ni se empeñaba en estrenar. Era un valor entendido, y la caja de bolear siempre estaba a la mano, con tinta y grasa marca Sarolo, cepillo y trapo de lustrar. Igual se heredaba la ropa entre hermanos o primos; incluso se volteaba el casimir de los trajes cuando ya brillaba por el uso. En casa no vi estas restauraciones, pues papá era agricultor, pero me enteré vacacionando en Puebla, donde mis primos debían ir de traje a la universidad.
Para la economía familiar, mamá era prodigiosa. Siempre previsora, se ufanaba de que nadie le conocía la firma porque nunca compró fiado, con el consecuente ahorro. Reconociendo su talento administrativo, papá le delegó poder de decisión cuando él tuvo que permanecer en la huerta entre semana. Recuerdo que un día, indecisa y apremiada por algún vendedor, se lo sacudió con el pretexto de “voy a preguntarle a mi marido”, aprendido de amigas suyas menos independientes. Debió ser un gran alivio, porque lo celebraba como una revelación.
Mamá compraba abarrotes al mayoreo en la Casa Holck[1] y, en nuestra alacena, había costales con arroz, frijol y azúcar que sacábamos con cucharones de tendero. Antes de que hubiera detergentes, ella hervía jabones Mariposa al por mayor para lavar loza y ropa; habría gozado en Sam’s y CostCo.
Solía decir que, a pesar de la fama de tacaños de los regiomontanos, al faltar el padre, las familias no caían al estatus de vergonzantes[2] como las de la capital, tan dadas al despilfarro.
QUÉ PUNTADAS TE ALCANZASTE...
Como no había casas de reposo, cuando los ancianos perdían facultades se iban a vivir con sus hijos o sobrinos. Nosotros no tuvimos esa suerte.
Cuando durante la Segunda Guerra Mundial racionaron el hule, algunos elásticos de la ropa interior se sustituyeron con botones. También escaseó el nylon, por ser materia prima de los paracaídas y, al escasear las medias de ese material, tupimos de trabajo a las zurcidoras. Y allá vamos con Petrita, Cuquita o como se llamara, pero siempre en diminutivo, quien atirantándolas sobre la boca de un vasito retejía el hilo corrido con un ganchillo de mango de madera y pestaña articulada que se abría de ida y se cerraba de vuelta. Luego lo remataban con una puntada arriba de la línea de la falda. Algunas lo hicimos en casa; no por ahorrar (cobraban a algunos centavos la carrera), sino porque llevarlas e ir por ellas era una lata. La alternativa que cundió fue trazar con lápiz de cejas en cada chamorro una línea vertical para imitar la costura que entonces tenían las medias. Se necesitaba un pulso firme o ayuda ajena, si no queríamos vernos zambas.
Encargábamos la mayoría de nuestros vestidos a costureras y, si eran de baile, a modistas como las hermanas Pérez Zozaya, que vivían por la Calle Ocampo.[5] Ya en plan de derroche, íbamos hasta San Antonio, o comprábamos modelos en boutiques como la del Hotel Ancira –pionera en su género–, hechos con telas traídas por la dueña desde Nueva York.
Había una fábrica mexicana, “La Lolita”, que tenía su tienda junto a la planta en Zaragoza con Reforma, cerca de Vidriera.
Con esas excepciones, prácticamente toda la ropa hecha la comprábamos al “otro lado”, ya fuera en Texas o a “chiveras”.[6] Lo malo era que nos molestaba toparnos con los mismos modelos en la calle. No era como ahora, que el mimetismo está de moda. La única excepción que recuerdo es la falda negra circular con camisa blanca y corbatita de color, digamos, como vestían las secretarias a principios del siglo XX.
Por eso, y quiero suponer que también para dar vuelo a la creatividad, muchas ingresamos a los cursos de corte y confección que impartía la tienda Singer a pocos pasos de la esquina de Padre Mier y Juárez. Cada nuevo vestido era una aventura: hojeábamos revistas de modas y a veces, atraídas por los catálogos, abandonábamos regla, gis y papel periódico[7] para comprar patrones Simplicity, MacCall’s y Vogue en mercerías que también vendían botones, encajes, tiras bordadas, cierres y cinta “bies”.[8] De gran prestigio en este ramo eran la Pasamanería Francesa, El Niágara, La Crisantema (antes de la guerra La Japonesa) y El Paje, todas en la Calle Morelos. El Pasaje, al que llamábamos por el nombre del dueño: Don Nicolás Martínez, vendía telas y patrones que los clientes podíamos ver sin apuros en catálogos sentadas en bancos de madera con asiento de bejuco.
El siguiente paso era escoger la tela –o el género, como se le decía entonces– entre la abundante oferta, desde las más económicas (5 a 7 pesos el metro o el retazo) hasta las de lujo de 30 pesos para arriba el metro, y más si eran “doble ancho”, para finalmente armar las piezas en la vieja máquina de pedales (ver la ilustración) o la nueva Singer eléctrica.
También tejíamos, incansables, chalecos y suéteres que eran para nuestro orgullo cuando todo el estambre era del mismo lote porque, de lo contrario, salían a relucir vetas. Para el novio también tejíamos corbatas con estambre sedoso y agujas del grueso de una alezna.
Cuando llegaba el momento de preparar el ajuar de bodas, al que le decíamos hope chest, (cofre de esperanzas) bordamos manteles individuales y tejimos toallitas de crochet para adornar mesitas, proteger tapicería o ribetear toallas para las manos y otras cursilerías como los forros para rollos de papel higiénico.
La economía de consumo y la vanidad erosionaron ese mundo raro de mi niñez y adolescencia, encareciendo el presupuesto familiar y sembrando las ansias de tener lo mismo que nuestros vecinos. Seguido me pregunto cómo estaríamos si, en lugar de comprar planchas, batidoras y licuadoras nuevas, volviéramos a repararlas o si recicláramos la ropa y ostentáramos uno que otro remiendo como si tal cosa.
NOTAS
1 Por la calle Matamoros entre Escobedo y Zaragoza.
2 Ricos empobrecidos que no piden y se atienen a lo que les den.
3 Una puntada a tiempo ahorra nueve.
4 Se introducía a las calcetas como apoyo y para no coser hasta el otro lado.
5 Ahora Padre Jardón en el Barrio Antiguo.
6 Contrabandistas hormiga.
7 Herramientas para crear nuestros propios patrones.
8 De corte sesgado para ribetear costuras curvas sin fruncir la tela.
Usábamos calcetines de algodón con el tobillo bordado que mamá, no sólo por economía sino por gusto, tan pronto terminaba de leer el periódico, se ponía a remendar sentada de espaldas a una ventana de su recámara en la mecedora heredada de sus padres. Decía que le ayudaba a pensar. La televisión aún tardaría una década.

A stitch in time saves nine,[3] reza el adagio anglosajón. Consecuentemente, los talones de mis calcetas eran un auténtico muestrario de hilazas que, por no desteñirse al mismo ritmo, variaban del casi blanco hasta el más intenso rosa o celeste del costurero. Hoy en día, las calcetas son tan baratas que el dedal y el huevo de madera, que servía de apoyo a la artesanal zurcido,[4] son ya reliquias. Usábamos calcetines de algodón con el tobillo bordado que mamá, no sólo por economía sino por gusto, tan pronto terminaba de leer el periódico, se ponía a remendar sentada de espaldas a una ventana de su recámara en la mecedora heredada de sus padres. Decía que le ayudaba a pensar. La televisión aún tardaría una década.
