Cuentan los que saben y saben los que cuentan, que han visto y que a pocos les consta pero que es cierto. Hace ya muchos años, sucedieron cosas en el lago de lo que es hoy el Parque Ecológico El Chapulín, que más antes era profundo y con mucha agua.
Dice la leyenda que una pareja de ancianos y pobres jornaleros que no tenían descendencia adoptaron a una pequeña y hermosa niña a la que llamaron Luz María, Luz por haberles iluminado su soledad y María por la Virgen Madre de Dios.
La niña era huérfana. Sus padres y familia entera había muerto por las terribles pestes que asolaron la región, el temible cólera morbo, matando a indios, españoles y mestizos por igual. Su superviviencia se debió a un milagro y a la ayuda de los ancianos.
Al principio, cuando Luz María era pequeña, las cosas marchaban muy bien. Todo era armonía, todo era alegría, pero la niña creció y empezó a odiar a sus padres adoptivos por ser viejos y pobres; pensaba que el estilo de vida que le daban sus ancianos protectores no correspondía a su persona, por lo que los golpeaba e insultaba, no les hacía ningún caso y ella hacía lo que le venía en gana. Pero el amor de sus padres adoptivos nunca acabó. Era tanto su amor por ella que todo le perdonaban y le toleraban. Jamás le negaron algo que estuviera a sus alcances.
Una noche, Luz María decidió ir a nadar al lago. Al enterarse de esto, su madre le suplicó que no fuera. Algunos decían que la prolongada sequía había secado el ojito de agua que abastecía el lago. Sin embargo, una espontánea y copiosa lluvia, en luna vieja, había llenado el lago, pero era un agua de color oscuro de aspecto siniestro que no reflejaba la luz del sol, ni de la luna ni de las personas o animales. Al arrojar piedras éstas no hacían ondas.
Todos los vecinos procuraban no tomar ni beber de esa agua. Incluso las bestias no la bebían. La madre decía que era agua mala y le suplicaba que no fuera al lago porque algo le sucedería. La niña desoyó el consejo de su amorosa madre.
Su anciano padre, postrado en su lecho de enfermo, le decía que el diablo había bebido el agua del lago y secado el venero al saciar su ser por estar cansado y sediento por los trabajos que había hecho para causar la peste y la mortandad, entre los pobladores de la región; luego de realizar sus maldades, había llenado el lago con el sudor de su frente y había escupido en él. La piedra en que se había sentado se convirtió en una dura roca de color negro.
Pese a todo, Luz María desoyó el consejo y, tomando un ropaje blanco, se fue al lago ya casi al anochecer. Llegando allí, se encontró a una mujer vestida toda de negro que, sentada en la orilla del lago, cantaba una rara y muy triste canción. La niña se acercó y le preguntó quién era, a lo que contestó: “¡Por los muertos! ¡Por los muertos! ¡Por los muertos!”, a la vez volteando lentamente hacia la niña y descubriendo su horrible y descarnado rostro, el cual cubría parcialmente con un raído rebozo.
El pánico invadió a la niña, quiso huir, pero era demasiado tarde. La mujer la tomó fuertemente de su brazo y la atrajo hacia ella, quitándole la ropa y arrojándola al lago mientras seguía diciendo: “¡Por los muertos! ¡Por los muertos! ¡Por los muertos!”
La ató con espinas y la amordazó, arrastrándola hasta el fondo de la cueva donde nacía el ojito de agua. Allí enterró su debilitado cuerpo hasta el cuello, cubriendo su cabeza con ramas, para que nadie la oyera y la encontrara y la dejó para que muriera.
Al día siguiente, sus padres, acompañados de numerosos vecinos la buscaron por doquier, revisaron el lago; sólo que prudentemente nadie se metió en él, ni se atrevió a introducirse a la cueva.
Fueron muchas semanas de búsqueda, dejando los vecinos solos a sus padres que porfiaron desesperadamente en tratar de encontrarla y lo único que encontraron fueron sus vestimentas blancas flotando en el lago.
Al paso del tiempo su padre murió de tristeza y cansancio. Sus males se habían recrudecido y no resistió la prueba. Su madre, suponiendo que su adorada hija se había ahogado, colocó una cruz en la orilla norte del lago cuyo epitafio decía: “Desde que tus ojos se cerraron / Los míos no han dejado de llorar”.
En el lado sur colocó un altar a Santiago Apóstol, santo patrono de Saltillo.
Su madre rezaba todas las noches con fervor para salvar el alma de su hija, pidiéndole a su esposo que también, desde donde estuviera, intercediera por ella.
Los tiempos cambian y las oraciones surten efecto. La cruz milagrosa, el Santo Patrono y la muerte de la piadosa mujer hicieron que el ojito volviera a brotar y el agua se tornó limpia y agradable. La negra y dura piedra se desmoronó en pequeños fragmentos y los vecinos empezaron de nuevo a disfrutar del lago y sus alrededores.
De la misteriosa mujer y su lúgubre canto no se volvió a saber ni a oír nada. Cuentan los que saben que han visto y que a pocos les consta pero que es cierto, que cuando el lago estuvo en remodelación, buscaron pero que jamás encontraron a Luz María o algunos vestigios. En ese entonces también cuentan que trajeron de Inglaterra una hermosa escultura en bronce de una niña intentando atrapar a una mariposa, a la que pusieron el nombre de Alicia, le hicieron una fuente y la colocaron en un pedestal.
Dicen que, en las noches de luna, Alicia baja de su pedestal y se dirige a la cueva, donde está enterrada Luz María; a través del enrejado oye sus tristes llantos, lamentos y sus palabras de arrepentimiento y la consuela con suaves palabras, durante toda la noche.
Las lágrimas de Luz María se convierten en el agua que brota del ojito y cada gota de su sangre se convierte en pececillo rojo que va vivamente a nadar al lago.
Los veladores del parque cuentan que, en las noches de luna oyen lamentos que vienen del lago y que han visto flotar por los andadores un vestido de color blanco, acompañado de un silbido de viento como anunciando una presencia, que desaparece en la cueva del ojito de agua; también dicen los veladores y jardineros que, temprano en las mañanas, han visto marcas en el lodo del lago o en los alrededores huellas de unos pequeños pies que van desde la cueva hasta el pedestal de Alicia y que, en las mañanas, encuentran lágrimas en sus ojos, que corren por sus mejillas y caen en la fuente y en sus pies enlodados.