La crisis
Leñero llegó a Excélsior en 1972 a dirigir la nueva versión de Revista de Revistas. Con el objeto de completarle el sueldo que él necesitaba para vivir, que era superior a lo que se acostumbraba pagar el Excélsior, Julio Scherer le dio varios trabajos adicionales: Leñero escribía una columna en la página editorial, se encargó de varios asuntos relacionados con la cooperativa y posteriormente intervino en PEPSA, la aventura libresca de Excélsior que estaba destinada a terminar catastróficamente para Julio Scherer y en menor grado para todos los que salimos del periódico en julio de 1976. Estos nombramientos fueron doblemente acertados, porque Scherer tuvo en Leñero un colaborador honrado, leal e incansable, y porque gracias a que éste conoció los diferentes aspectos del “ajo”, ahora nos da en este libro[2] no sólo un relato claro de lo que pasó en Excélsior, sino un cuadro fascinante de costumbres político-periodísticas mexicanas en tiempo de Luis Echeverría.
Luis Echeverría es un personaje importante en los sucesos que sirven de tema al libro, no sólo por su intervención en el desenlace, sino porque desde el principio de su gobierno generó un clima que hizo posible que un director de periódico de habilidad extraordinaria llegara a tener influencia sin precedentes en la política del país. Según yo veo, la cosa fue así: después de muchos años de presiones, de mordazas, de componendas y de amenazas, Echeverría nos “concedió” a los mexicanos la libertad de expresión, en parte porque era urgente disminuir las tensiones que había en el país, y en parte con la esperanza —o quizá con la seguridad— de que los liberados nos quedaríamos aplaudiendo la liberación y al libertador durante cuando menos seis años. Esta esperanza resultó fundada en la mayoría de los casos —todavía hay varios que siguen aplaudiendo—, pero Julio Scherer usó la libertad que el Presidente le había concedido con tanta generosidad para criticarlo a él y a su gobierno cada vez que lo consideró necesario. Aquí aparece otro factor: me informa gente enterada que Echeverría, que concedió la libertad de prensa, ha sido uno de los presidentes más sensitivos a lo que dice la prensa. Esta hipersensibilidad actuó a favor de Excélsior, porque aumentó su importancia: pasó de ser un periódico que leen 180 000 personas a la hora del desayuno a convertirse en un instrumento que usan para darse zancadillas los que quieren llegar al poder. Más tarde esa importancia se convirtió en una carga y por fin llegó el momento de darle una lección ejemplar al que tanta lata había dado. La caída de Scherer como caso ejemplar no ha sido estudiada, pero es probable que en los próximos veinte años, cada vez que un director de periódico se alebreste y se desborde, sus amigos le adviertan: “Acuérdate de Julio Scherer”.
Cuando Luis Echeverría, y otros, dijeron que la caída de Scherer había sido asunto interno del periódico estaban diciendo casi la verdad. En efecto, en el interior del periódico estaban casi todos los elementos que eventualmente habían de provocar la crisis. Todos, menos la parálisis de las autoridades cuando se les pidió que intervinieran para aplicar la ley. Leñero no describe explícitamente los elementos de la crisis, pero los deja entrever muy bien.
En primer lugar están los terrenos. No sé por qué caminos la cooperativa llegó a ser propietaria de unos terrenos en el estado de Veracruz; más tarde se permutaron esos terrenos por otros más chicos en el D.F. La primera vez que oí hablar de ellos fue por López Azuara, que me dijo que había el proyecto de sacar las oficinas y los talleres de Bucareli y pasarlos a la prolongación de Taxqueña, más cerca de mi casa. Todavía después se acordó fraccionar los terrenos, venderlos, construir nuevo edificio y talleres para el periódico y entregar el resto del producto, 160 000 pesos, a cada cooperativista.
En la cuestión de los terrenos de la cooperativa yo creo que Julio Scherer y su grupo cometieron dos errores. El primero, dejar que se fijara la cantidad que iba a recibir cada cooperativista antes de vender los terrenos y mucho antes de liquidarla, porque con un poco de mala fe se presta a pensar que los que administran el negocio están actuando con márgenes de seguridad muy grandes y van a quedarse con la mitad del dinero. El segundo error fue encargar la administración del fraccionamiento a Samuel del Villar, un hombre muy cercano a Scherer, que además tiene el defecto —en este caso— de parecer lo que fue en otra época: un niño bien de las Lomas. Si Samuel del Villar, con su petulancia, era capaz de irritarme a mí, ¿cómo pondría a los linotipistas, que además de ser humildes y acomplejados habían dejado en sus manos la administración de “sus” terrenos? Para rematar, en la penúltima asamblea, dice Leñero, Del Villar leyó un informe de 35 páginas en el que olvidó advertir que la mitad de los terrenos estaba dedicada a calles, banquetas, glorietas, etcétera. Regino pidió la palabra y preguntó por qué, si los terrenos de la cooperativa eran de tantas hectáreas, los terrenos del fraccionamiento que iban a vender sumaban sólo la mitad. Granados Chapa respondió a esta pregunta con una lógica que deslumbró a Leñero, pero yo estoy seguro de que los cooperativistas de talleres quedaron convencidos de que el grupo de Scherer, además de querer robarse el dinero cuando se vendieran los terrenos, ya se estaba robando desde ese momento parte de los mismos.
Lo de la PEPSA parece haber sido un caos todavía más grande y más viejo. La PEPSA era una editorial que publicaba libros que se hacían en los talleres de Excélsior. Según parece, estuvo en manos de incompetentes desde su fundación hasta julio de 1976. Nunca he visto un libro editado por PEPSA pero las listas de títulos que he oído son risibles. Al cabo de varios años de operación se descubrió que alguien se había ido con varios millones de pesos, pero en vez de liquidar el negocio se decidió meterle más dinero y sacarlo a flote. La primera vez que yo supe de PEPSA, la empresa estaba en su primera época de renovación. Habían decorado un edificio de la avenida Morelos y lo habían llenado de chilenos. Yo fui allí a petición de Pedro Álvarez de Villar y me entrevisté con dos responsables que antes habían estado encargados de no sé qué editoriales del gobierno de Allende. Querían que yo escribiera un texto chiquito, de ochenta cuartillas, sobre las fiestas del Centenario, que ellos ilustrarían después profusamente.
—¿Cuánto pagan?
—Diez mil pesos.
—¿Eso es el anticipo?
—No, es lo que usted gana.
La siguiente vez que oí hablar de ellos ya habían caído en desgracia. Fueron sustituidos, al parecer, por alguien que quería hacer las cosas en grande. Uno de los proyectos de esta tercera etapa, del que habla Leñero, era un libro basado en una entrevista al “Púas” Olivares que iba a hacer Garibay. El “Púas” quería medio millón de pesos por dejarse entrevistar, Garibay quería medio millón de pesos por entrevistarlo.
Los terrenos de la cooperativa y la PEPSA en una asamblea hostil iban a convertirse en dos bombas letales. La mecha la encendió alguien que tenía práctica en “desestabilizar” poderes siguiendo el método más socorrido para lograr este efecto desde que salió Uruchurtu del Departamento del D.F.: la invasión de paracaidistas profesionales. Las Procuradurías se echaron la pelota una a la otra, la Secretaría de la Reforma Agraria no respondió, Zabludowsky presentó a los paracaidistas como ejidatarios que no habían sido compensados, y Scherer cayó.
Reflexión sobre la ambición y el poder
Una vez, en su despacho, Julio Scherer me dijo:
—En esta silla —señaló la que estaba detrás del escritorio— va usted a sentarse algún día.
Contemplé la silla del Director General. Se me antojaba tanto sentarme en ella como bañarme en la tina de la emperatriz Carlota.
—No sé por qué me dice eso —dije. Aún ahora, dos años y medio después, no sé por qué me dijo eso.
—Yo preferiría estar ahora haciéndole una entrevista a Olof Palme —que estaba en México en esos días— que estar aquí dirigiendo el periódico.
—No es verdad —le dije—. Usted está en la dirección de Excélsior porque le gusta más que nada en el mundo estar en la dirección de Excélsior.
Leyendo Los periodistas comprendo que ya entonces había otros que querían sentarse en el sillón aquel y que Julio Scherer lo sabía. Comprendo también que los periodistas hablan tanto del poder y están tan en contacto con el poder que llegan a creer que lo tienen. Lo interesante de este espejismo es que sus efectos no se limitan a los que los padecen sino que afectan también a sus contrincantes. Quedo con la impresión de que si Scherer creyó que era más poderoso de lo que en realidad era, Echeverría creyó que Scherer era todavía más poderoso de lo que Scherer creía.
Cuenta Leñero que Ramírez Vázquez, a través de un telefonema y de una adivinanza, advirtió a Scherer que todo se arreglaría con que Gastón García Cantú dejara de colaborar. ¿No hubiera sido más sencillo para Echeverría darle un nombramiento a García Cantú? ¿Y para Scherer no hubiera sido más sensato decir “muchas gracias, Gastón, tus sermones ya le dieron en la torre al Presidente”? Sí, hubiera sido más sencillo y más sensato, pero yo sospecho que el problema no fue nunca que Gastón escribiera o dejara de escribir, sino que Echeverría quería que Scherer se humillara.
Cuando en el día de la Libertad de Prensa alguien se acercó a Scherer para pedirle que se uniera al grupo que iba a entregarle a Echeverría un objeto conmemorativo, Scherer dijo: “Le doy una pura chingada”.
Hizo bien. Después cayó, pero valió la pena. Digo, valió la pena que se acabara Excélsior como era y que se convirtiera en lo que es ahora, nomás para demostrar que la libertad que nos dieron fue puro jarabe de pico.
[1] Fragmentos del artículo “Los periodistas”, tomados de Jorge Ibargüengoitia, Autopsias rápidas,
selección y nota de Guillermo Sheridan. Editorial Vuelta, México, 1988, pp. 115-122.
[2] Vicente Leñero, Los periodistas. Editorial Joaquín Mortiz, México, 1978.
La caída de Julio Scherer [1]
—Jorge Ibargüengoitia—
Dibujo de Scherer: Waldo Matus.